🍅EL TOMATE🍅
"Sofía agarra un tomate del cajón,
abandonando el carrito a medio llenar del supermercado justo a su lado. Al
mismo tiempo, su mejor amiga Carlota está preparando las maletas para irse a
Hawái con su nuevo novio casi diez años más joven. Se mira al espejo de la columna
en la sección de vegetales y observa a la maruja que le devuelve la mirada
triste y resignada; la comparativa le resulta tan fastidiosa e injusta que se
siente mal consigo misma. ¿Es envidia, quizás?
Se pregunta si su vida podría
parecerse a la de su mejor amiga si hubiese tomado las mismas decisiones que
ella: ni casarse, ni tener hijos. No es que Sofía se arrepienta de haber traído
al mundo a su Richi, que le salió ingeniero y ya esta emancipado; sólo
fantasea -ahí, entre puerros, cebollas y ajos- con haber empleado en sí misma
el tiempo que le entregó a la maternidad. Tampoco es que quiera dejar a su
marido, Norberto. ¡No, por Dios! El pobre no le ha hecho nada. Aunque sí reconoce que no está tan enamorada de él como al principio. Al fin y
al cabo, el amor se pierde y lo que permanece es la intimidad y la confianza;
o, al menos, esa era la descripción que su madre le enseñó sobre el matrimonio.
Sofía palpa
el tomate de su mano. La última vez que preparó una ensalada, Norberto se quejó
de su mal atino al escoger los condimentos. «Mujer, has ido a escoger los tomates más pochos del súper». Fue un simple comentario. Incluso puede que llevara alguna connotación constructiva;
Norberto no tiene maldad. Sin embargo, a ella le caló hondo. Por eso palpa el
tomate, para asegurarse de que no está pocho y así su marido no volverá a
quejarse de ello. Ese tomate, en concreto, le resulta bastante turgente; igual
que los que compró la vez anterior. ¿Y si en realidad no estaban tan pochos? ¿Y
si solo fue sensación de Norberto? Sofía se acerca más al espejo de la columna,
tomate en mano, y escruta el reflejo. Según su criterio, no hay nada pocho en
la imagen que ve; tal vez ese no sea el tomate más turgente del cajón, pero no
le parece que deban descartarlo del supermercado. Quizás la percepción que
falla es la de su marido. Después de todo, no era esa la primera vez que
manifestaba su descontento con asuntos que le atañen a ella. «Con lo presumida que tú eras, hay que ver lo
dejada que estás últimamente», le había dicho la tarde anterior. ¿Y para
qué se va a preocupar ella por su aspecto, si ya no salen a ninguna parte? Su vida no es como la de Carlota, yendo de allá para acá, quedando con amigos y
cambiado de novio cada seis meses; de ser así, seguro que Sofía se preocuparía más por su
aspecto. Pero para cenar en casa con el mismo hombre que desde hace treinta años ya la
conoce hasta quitándose los callos, no piensa preocuparse por estar más o menos
guapa. De modo que no comprende a qué viene esa faceta quisquillosa de
Norberto. ¿Qué bicho le ha picado últimamente para quejarse por todo? Aunque, ahora
que lo piensa, esto no es nada nuevo.
Sofía echa la vista atrás y, si
se pone a analizar, se da cuenta de que Norberto es especialista en poner la
puntillita desde siempre: nunca le ha caído bien su madre, pide los tickets de
los regalos en todos sus cumpleaños para cambiarlos, le molesta
cualquier tipo de música, odia ir a pasear por el centro porque se agobia con
las aglomeraciones, la Navidad le da pereza… En fin, que, si hace una lista de
todas sus “manías”, no para. Y es que su Norberto, por muy poca maldad que
tenga, debería plantearse ser menos irritante. Porque el adjetivo adecuado es
ese: IRRITANTE. Porque fue muy irritante el día que Carlota acudió a
tomar café a casa y él pegaba la oreja a lo que ellas hablaban mientras veía el
fútbol. La mejor amiga de Sofía le describía los dedos mágicos del masajista al
que acudió dos días atrás, incitándola a probarlo, y a él no se le ocurrió otra
cosa que reírse desde el sofá soltando un molesto: «¡JÁ!». «Déjate de dar ideas,
Carlota», añadió, «que al pobre
masajista se le van a quitar las ganas de serlo cuando le toque las carnes
flácidas a mi mujer». Sofía contuvo a su amiga para que ésta no se lo
comiera de la impotencia, quitándole importancia al asunto, aunque ella misma
se sintió abochornada e indignada por el inapropiado comentario de su marido.
Cuando estuvieron a solas, se lo recriminó y él continuó defendiendo su postura
argumentando que ella había cogido demasiados kilos desde hacía unos años. «¿Pero qué gilipolleces dice este hombre?»,
se preguntó Sofía aquella noche; y ahora que lo recuerda, vuelve a enfadarse. ¿Acaso
Norberto cree tener el cuerpo de un modelo de lencería masculina? Pensándolo
mejor, puede que la palabra adecuada no sea “irritante”, sino más bien
“amargado”, como dice Carlota. «Si es que
tiene razón», se plantea Sofía, «Norberto
está amargado y me tiene amargada a mí». ¿Cuántas veces le había aconsejado
su mejor amiga que lo mandara a la mierda y salieran juntas para disfrutar de sus
vidas, todavía que eran jóvenes? Porque antes de casarse no era así; antes
era divertida y alocada. Todo el mundo quería hacer planes con ella. Hasta que
conoció a Norberto, claro… ¿Casualidad?
Aún frente al espejo de la
columna, analiza a la mujer en la que se ha convertido. Para tener cincuenta y
dos años, no está nada mal: las típicas arruguitas en el contorno de los ojos,
los pómulos algo más caídos que cuando era joven y las canas que asoman por la
raíz del cabello teñido. ¿Que se estaba descuidado, según su marido? Pues en
cuanto se esmerase un poquito en mejorar sus pequeñas taritas, iba a estar
irresistible. En el reflejo ve a una mujer madura y atractiva, aún con poder
para vivir aventuras como las de Carlota.
Ahora observa el tomate de su mano
desde todos los ángulos, girándolo sobre sí mismo, estudiándolo. Decide que,
definitivamente, está tan turgente como los que compró la última vez. Lo devuelve
a su sitio en el cajón y sale del supermercado sin preocuparse por el carrito
medio lleno que abandona en la sección de vegetales. Se le ocurre que esta
mañana tiene quehaceres más interesantes que comprar los condimentos de la
ensalada. Y, si Norberto quiere unos tomates más turgentes que los que ella le
pueda ofrecer, que se los busque él mismo."
Texto escrito por S. P. Oliveira
¿Alguna vez has tenido una experiencia efímera que haya cambiado tu forma de ver las cosas?
El ejercicio para escribir este relato consistía en plasmar justo eso: diez minutos en la vida del personaje en los que, sin acontecer algo aparentemente importante, experimenta una trascendental autorrevelación que da un completo giro a su existencia.
Espero que os haya gustado.
GRACIAS POR LEERME ☺️
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