¿OS SUENA ESTA ESCENA? 😉
“«Suba a bordo, señorita», fue la orden
del marinero que la sacó parcialmente de la conmoción en la que Rose se hallaba
sumida. La agarró del brazo y tiró de ella con fuerza, pues estaba anclada al
húmedo y frío suelo de la cubierta superior. El oficial prácticamente la
arrastró al borde del barco, lanzándola al interior del bote salvavidas a grito
de «¡Háganle hueco!», donde un montón
de asustados niños y mujeres de tercera clase abrieron un espacio al que Rose
fue a parar. Girando sobre sí misma, aferró la mano estirada de Jack, alargando
el último contacto, pero alguien la separó bruscamente para hacerla sentar. Una
mujer la ayudó a colocarse. O no. No estaba segura, aunque fue lo más probable,
dado que su voluntad propia se quedó atascada en el instante que el
transatlántico proclamado insumergible comenzaba a hundirse al colisionar con
un enorme iceberg.
El bote comenzó
a descender hacia la mar rozando el barco. Había llegado la hora de huir, de
salvar la vida. Su vida, la de una joven de primera clase que debió haber sido
rescatada en los primeros botes y que ahora se mezclaba con la gente humilde
por haberse rezagado; por haber pospuesto al máximo su separación de Jack, el
joven de cuyos brazos el marinero la había apartado. Rose dirigió la vista
hacia la cubierta superior que acababa de pisar diez segundos antes y allí
seguía él, devolviéndole una mirada triste y resignada que no precisó la
pronunciación de palabras para revelar lo que sentía: un profundo dolor por
separarse de ella sabiendo que, seguramente, no volverían a verse. A su lado,
petulante hasta en una situación como aquella, Cal la observaba con una ceja
enarcada. Cal, el apuesto caballero al que estaba prometida y a quien no
echaría de menos. Un mechón de sus cabellos engomados se había escapado de su
posición, aunque su refinado chaqué continuaba extrañamente impoluto. Rose no
perdió el tiempo en volver a preguntarse por qué su madre la había encomendado
en matrimonio a un presumido egocéntrico como él. Casi por inercia, ignoró su
innecesaria presencia para centrar todos sus esfuerzos en esa última
oportunidad de almacenar en sus retinas la imagen de Jack.
Jack. Era la
segunda vez que le salvaba la vida en la misma travesía. La primera vez lo
consiguió con una frase: «Si saltas tú,
salto yo». Rose dejó de oír los gritos y los llantos angustiados de los
niños y las mujeres que la acompañaban en el bote; sólo escuchaba la voz de Jack
en su mente repitiendo la misma frase: «Si
saltas tú, salto yo». Recordó ese momento, días atrás, colgada del lado
externo de la barandilla de la popa dispuesta a saltar a la mar helada. Quería
acabar con su superficial e infeliz existencia domada por unos padres clasistas,
que la echaban a los brazos de ese niño rico sin importarle sus sentimientos y
aspiraciones. Jack, apareciendo de la nada, se colgó también de la barandilla
soltando argumentos pro-vida con los que trataba de convencerla. «Si saltas tú, salto yo», terminó por
decretar él, apelando a su empatía. Y Rose, escrutando ese rostro ilusionado
del joven, la única persona que se había detenido a prestarle atención, decidió
no saltar. «Si saltas tú, salto yo».
Jack la salvó en todos los sentidos. Él consiguió que le diera una oportunidad
a su vida aquella noche y, durante los días posteriores, le enseñó a vivirla
sin prestar atención a la apariencia, al poder adquisitivo, a la posición de su
sombrero o a la rectitud de sus hombros al caminar. Con él, aprendió a bailar
descalza, a escupir a larga distancia, a hacer el amor… A ser feliz. A amar. Y
en ese momento, bajando a trompicones sobre el bote salvavidas, ella huía y
abandonaba a su suerte al responsable de que los últimos tres días de sus
diecisiete años hubiesen sido los mejores y más apasionados. «Si saltas tú, salto yo».
La figura de
Jack cada vez se veía más pequeña, cada vez más arriba, cada vez más lejos. En
cuanto el bote tocara mar, se distanciaría lo más rápido posible del
transatlántico para evitar que éste lo arrastrara al fondo con él; de modo que
la imagen del joven continuaría menguando hasta perderse para siempre. Y fue
entonces cuando Rose recuperó la consciencia. «¿Qué narices estás haciendo?», se preguntó. «El hombre al que amas está ahí arriba, solo. Es muy posible que no
consiga ponerse a salvo a estas alturas de la catástrofe y tú estás huyendo.
¿Qué sentido tiene salvar tu vida, esa que aún conservas gracias a Jack, si él
va a desaparecer de ella?».
Los segundos
transcurrían y supo que debía darse prisa en decidir: ¿Huir o volver junto al
hombre al que amaba? ¿Preguntarse durante el resto de sus días qué fue de Jack
o compartir con él los últimos momentos de la vida de ambos?
«Si saltas tú, salto yo».
No tuvo que
pensarlo demasiado.
Las mujeres y
los niños que la acompañaban en la bajada del bote pensarían que estaba loca
por hacer lo que hizo, pero a Rose ni siquiera se le pasó por la cabeza
preocuparse por nada más que no fuera volver a subirse al barco. De un salto,
consiguió engancharse al balcón de la planta D y algunos pasajeros que aún
pululaban resignados por allí la ayudaron a no caer al agua. Ni siquiera les
agradeció el favor de situarla sobre la cubierta. Sacando la energía de donde
no la tenía, corrió todo lo que sus piernas le permitieron, sorteando tanto a
civiles como a marineros. «Si saltas tú,
salto yo», se repetía en su mente. Acudió a las escaleras y, antes de
alcanzarlas, la persona a la que iba buscando ya bajaba por ellas para darle el
encuentro: Jack, su amor, el motivo de su supervivencia y de su sacrificio.
Cuando él comenzó a acariciarla y a abrazarla con ansia supo que no se
arrepentiría de su decisión, que prefería morir media hora más tarde que
haberse perdido ese último contacto.
—¡Qué estúpida
eres! —le recriminaba él a la vez que la colmaba de besos, frustrado por no
haber logrado convencerla de que abandonara el naufragio—. ¡¿Por qué lo has
hecho, eh?! ¡¿Por qué?!
Ella lloraba
agitada, un llanto entrecortado cargado de desesperación y miedo. Lloraba por
los dos, por no haberse conocido antes, por no haberse disfrutado lo
suficiente, porque sus destinos estaban condenados. Pero, sobre todo, lloraba
de felicidad. Si hacía unos días estuvo dispuesta a morir sola entre lágrimas
de tristeza, ¿por qué no morir junto a la persona que amaba entre sus brazos?
—¡Qué estúpida
eres, Rose! ¡¿Por qué lo has hecho?! —le insistía él.
Ella le miró a
los ojos y, tratando de ser dueña de su voz, respondió:
—Si saltas tú,
salto yo, ¿no?"
Texto escrito por S. P. Oliveira
¿Os sonaba la escena mientras leíais?
Escribir este relato corto ha sido un ejercicio que consiste en encontrar el verdadero sentido de toda una historia y saber plasmarlo. En mi caso, he decidido basarme en esta secuencia de TITANIC porque considero que es el momento culmen, el más trascendente: Rose -la protagonista de la historia- experimenta la epifanía que la transforma, tomando por primera vez una decisión importante por sí misma.
Espero que os haya gustado la forma en la que he tratado de transmitir la urgencia de la escena.
Gracias por leerme ☺️
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